Al filo de las once de la noche del 9 de Septiembre de mil ochocientos ochenta y siete, una goleta procedente de Cayo Hueso bojeó la costa norte habanera y atracó misteriosamente en Puerto Escondido, donde aguardaba un lugareño conocedor de la zona.
Por la escalerilla descendieron sigilosamente varios hombres armados. El práctico les estrechaba la diestra, pero al bajar el último lo abrazó con efusividad y le dijo: Al fin me encuentro nuevamente con el Cacique de Cubanacán.
¿Y quién era el Cacique de Cubanacán?
Pues nada más y nada menos que Manuel García, titulado después El Rey de los Campos de Cuba, quien durante ocho años mantuvo en jaque a las autoridades españolas desde la capital hasta Matanzas.
Aunque poseía sentimientos patrióticos y vínculos indirectos con el Mayor General José María Aguirre y Juan Gualberto Gómez, Manuel García extorsionaba a los ricachos de la zona para destinar una parte a la causa independentista, aunque José Martí rechazaba el dinero mal habido.
Cuando Manuel García secuestraba a algún hacendado, emitía una proclama de rescate, que firmaba indistintamente con el seudónimo de Cacique de Cubanacán o El Rey de los Campos de Cuba.
Su muerte, ocurrida el 24 de Febrero de 1895 cerca de Ceiba Mocha, es aún un misterio. A quema ropa le dispararon en un recodo del camino hacia Matanzas, donde se uniría al alzamiento encabezado por Juan Gualberto Gómez.
De él escribió José Manuel Carbonell en el Diario de La Marina:
Conocía el monte como su propia casa, y entre los sencillos habitantes del campo tenía amigos, confidentes y encubridores que lo orientaban y mantenían enterado de los movimientos de sus perseguidores. Fue admirado y querido por cuantos de cerca le trataron. Bajo la capa del malhechor, lanzado en la vorágine del mal por circunstancias imprevistas, palpitaba el corazón de un patriota que soñaba con la redención de su tierra. Porque Manuel García —hay que decirlo por la verdad de la Historia— fue un bandolero patriota que cometió desafueros por las necesidades mismas del oficio, pero que repartía el bien a manos llenas con el producto de sus ilícitas aventuras, y pensaba en la patria, a la que quiso ayudar y ayudó con su dinero y con su persona, y a la que ofrendó su vida (…).
Gallo Sosa, Domingo Montelongo y Cundo Varela, sus lugartenientes, sobrevivieron a la guerra y murieron ancianos en los pueblos de Madruga, Aguacate y Catalina de Güines, escudados en un pacto de silencio.