Ella está allí, cabeceando, sentada en el sillón frente al televisor, descansando sus años y su agotamiento. Las canas y las arrugas adornan su rostro mientras yo recuerdo que cuando niña solía sentarme con mi madre a jugar a los regalos escondidos y mensajes ocultos y también a confiarnos secretos ligeros, esos secretillos que sirven de anotaciones para el archivo del corazón. Ella me hablaba de payasos, de la Osa Mayor, del Paraíso y yo le hacía historias de mi muñeca, de mis juegos, de mi escuela. No se dio cuenta que me iba haciendo mujer, una mujer que empezó a hablar del amor y de hecho un día salió a buscarlo. Y entonces esa niña también fue madre y comprendió la maternidad.
La maternidad es desde la espuma de una ola que te salpica hasta un poema inconcluso. Está ahí, es tuya, se te cuelga al cuello y te abraza. Y es que la madre es como la bruma matutina, fresca, irrepetible. O como las palomas, que vuelan y conocen pero vuelven a darnos su candor.
Tal y como va el universo, no hay otra alternativa que la actualización constante. Eso, en la preparación profesional es fundamental. Pero con el amor a la madre no ocurre igual. Todo es más simple. Se es hijo o no se es. No hay que revalidar ningún título. El amor de madre es como una explosión de girasoles en donde se muestra la ternura y la sabiduría. Por eso a la madre hay que quererla.
Y es que las madres son personas exquisitas con unos dones extraordinarios que no se combinan con frecuencia. Tienen una inquietud creativa, perseverante, lo que se llama sentido de la entrega. Ellas limpian la hojarasca de las envidias, las malas intenciones y nos quieren bien sin esperar otra cosa que no sea el que ejercitemos con ella todo ese potencial único y exquisito que es el de ser un buen hijo o hija.
Ella ha estado con nosotros todo el tiempo. Desde el inicio cuando sólo éramos unas criaturas chillonas; nos ha cantado canciones; no ha dormido con nuestras perretas exactas; sonrió cuando le dijimos “mamá” por primera vez. Y siempre ha estado allí para recogernos justo antes de llegar al suelo. Y es que después de los hijos se piensa mucho menos en una misma, como si esa capacidad de dar vida fuera nuestro propio reto.
Ahora la miro cabeceando en el sillón de antes, frente al televisor. La veo más vieja, menos resistente, frágil y se me desbordan las ganas de reciprocarle su incondicionalidad. Y sonrío porque todavía la tengo: aún la naturaleza, celosa, no me ha cobrado el tributo de siempre.
Por eso, merecería un castigo en cualquier Código Penal de mundo, no amar a esas personas lindas de rostro y corazón que son las madres.