Era un hombre fornido, pero de baja estura. Su piel curtida por el sol y sus manos grandes y callosas, demostraban a las claras su quehacer, quizás labrando la tierra durante mucho tiempo. Lo conocí como peón en una cuadrilla de vías y obras en el antiguo central Hershey, en el tramo de vía ferrea Habana-Matanzas, allá por la década del 60 del pasado siglo.
Nunca supe como se llamaba, pero todos le decía “Rancho Grande” por su apetito voraz. Dicen que comía hasta alimentos descompuestos y esta breve anécdota, que puede resultar simpática, así lo confirma.
El caso es que el protagonista de esta historia tardamudo a más no poder, jamás quedaba satisfecho con lo que le servían en el almuerzo y salía a buscar frutas silvestres a la orilla del camino de hierro, antes de reitegrase a su cotidíana labor.
Cuenta mi padre, por aquel entonces capataz de la cuadrilla, que un buen día “Rancho Grande” encontró una gallina clueca, tras una cerca de piña de ratón. La espantó del nido con un golpe de su sombrero de yarey y con avidez comenzó a engullir sus huevos. Pero sucedió lo inesperado… Al romper el cascaron de uno de ellos y echar su contenido en la boca, se escuchó el piar de un polluelo. Sin inmutarse nuestro personaje tragó y exclamó: Pi… pi… piaaste tarde!!