Elogiar al paso la belleza de una mujer, hacerlo cara a cara, casi en su susurro, o decírselo solo con los ojos, nunca es pecado, y en verdad a veces es difícil contenerse porque hay cubanas tan monumentales que bien merecerían que las declarasen patrimonios de la nación.
El piropo, se dice, es un género literario popular que se aproxima al epigrama y al aforismo. Los hay ingeniosos, pícaros, originales y pueden exaltar la belleza de una mujer (y también de un hombre) o sintetizar el sentimiento que nos inspira, pero también celebrar la amistad. Requieren de imaginación; los animará una intención subyacente y se impone que sean breves a fin de que su destinataria (o destinatario) los capte y asimile al vuelo. Como cuando Ernest Hemingway recibió en Matanzas, la llamada Atenas de Cuba, la llave de la ciudad de manos de la poetisa Carilda Oliver Labra, y deslumbrado por aquella bellísima y provocativa mujer, entonces en la flor de su edad, le dijo: “Usted no necesitará de esa llavecita para abrírme el corazón”.
Un buen piropo motiva, entusiasma, levanta el ánimo. Aunque en ocasiones diga lo contrario, una mujer siempre lo agradece. Y más que la muchacha joven y linda, que, como un político en día de elecciones, sale a la calle en busca de sufragios, lo valora con más fuerza la mujer que va dejando de merecerlo. La primera, porque lo considera un acto de justicia. La otra, porque le hace sentir que todavía es capaz de llamar la atención, atraer miradas, despertar deseos e inflamar pasiones. “Señora, está usted como la historia: con muchas páginas, pero siempre interesante”, dice un hombre joven a una mujer de buen ver pese a su edad. Y si esa mujer va en compañía de su hija, la lisonja puede alcanzar a ambas: “Parecen hermanitas…” Lo que provoca la sonrisa de la niña y la satisfacción de la madre que ve desdibujarse los veinte años de diferencia que existen entre una y otra, mientras que un piropo como “Señora, vaya con Dios que yo me quedo con su hija”, pone distancia y marca la preferencia. Un amigo de este escribidor, hombre inteligentísimo y calvo como una bala de cañón, mereció en una ocasión este requiebro: “Oye, tu cabeza brilla tanto por fuera como por dentro”. Porque la acción de piropear no es privativa de los hombres. Piropean también las mujeres. Y no resulta extraño que cada vez más ellas respondan al elogio que se les hace. “Pareces un trasatlántico”, dijo uno a una dama de senos como atornillados, piernas larguísimas y opulentas caderas”. “Sí, ripostó ella, pero no tengo capitán”.
Una mujer casada y aburrida de la larga vida en común quedó “muerta en la carretera” cuando un vecino mucho más joven le espetó un día a la caída de la tarde: “Tírate, que yo te recojo”. Se “tiró” sin saber que minutos antes el mismo sujeto había endosado a otra vecina la frase no menos ocurrente de: “Si vende algo, yo soy el primero de la fila”. Que provocó esta respuesta: “Hay, pero no te toca”.
No todos los piropos persiguen el fin de llegar a las últimas consecuencias. Basta con que halaguen y despierten simpatía. “Si parpadeo, me pierdo un instante de tu belleza”; “Si la belleza fuese pecado, tú estarías en el infierno”. Los hay culinarios: “Niña, si cocinas como caminas, me como hasta la cazuela”. Ecológicos: “Tantos años de ser jardinero y nunca vi una flor como tú”. De salud: “Quién fuera bizco para verte dos veces”; “Eres lo que me recetó el médico”; “Qué caramelo y yo con diabetes”.
José Martí, el Apóstol de la Independencia de Cuba, llevó de España a México, en una libreta que conservó hasta el fin de su vida, una serie de frases que bien pasan por piropos: “Sería yo espejo para que siempre me mirases”; “Sería sandalia para que pisases a mí solo con tus pies”. Porque, a veces sin saberlo, versos de grandes poetas se dicen en la calle como requiebros. Como este de Huidobro: “Muchacha, el mundo está amueblado por tus ojos”. O de Neruda: “Desnuda eres delgada como el trigo desnudo”.
O el clásico de Juan Ramón Jiménez: “Ni la toques ya más; que así es la rosa”.
Por Ciro Bianchi Ross/