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Por: José Antonio Michelena

Santuario de San Lázaro en El Rincón. Son las 11:30 de la mañana del 17 de diciembre. Javier, un joven de 23 años camina ya en los metros finales del trayecto que se trazó desde el 2000 cuando formuló su petición al santo. Su esposa estaba de parto, pero su estado de salud se había complicado y los médicos le dijeron a Javier que dado el cuadro clínico salvarían a la madre. Con la vida del niño casi no se contaba. Entonces él le pidió a San Lázaro que si su hijo se salvaba, recorrería, todos los 17 de diciembre de su vida, a pie y descalzo, vestido con tela de saco, la ruta que va desde el parque de La Fraternidad, en el centro de La Habana, hasta la iglesia de El Rincón, en el capitalino municipio de Boyeros, el más célebre camino de peregrinaje de Cuba. Y ahí está Javier, pagando su promesa, feliz porque su hijo goza de excelente salud. En una mano carga una imagen de barro de su protector, el santo milagroso, a quien lleva tabacos y al cual prenderá una vela cuando llegue a la parroquia. Cuando lo haga, dentro de aproximadamente treinta minutos, se cumplirán cuatro horas de marcha desde su salida.
El caso de este joven, adepto de la religión católica, es apenas uno más entre los varios millares que acuden cada 17 de diciembre al Rincón, para cumplirle al santo o para celebrar la efemérides y reafirmar su fe. Acudir a la iglesia del Rincón, no solamente este día, sino todos, aunque especialmente los 17 de cada mes, es una tradición cubana que cumplirá un siglo dentro de 13 años. De todas partes de la Isla (y más allá) vienen los peregrinos y los pagadores de promesa desde 1917.
Dos acontecimientos marcan la historia del pequeño poblado del Rincón. En 1837 se construye el primer tramo de Ferrocarril en Cuba (que es también el primero en Latinoamérica) entre La Habana y Bejucal. Un año después se instala un andén o apeadero a unos tres kilómetros de Santiago de las Vegas y en torno a él surge un caserío que recibe el nombre de Rincón. Veinticuatro años más tarde, en 1862, se tira un nudo ferroviario a la ciudad de Santiago con el objeto de enlazar esta pujante villa con Batabanó, Güines, Bejucal, La Habana y Pinar del Río. Derivado de estos eventos viales, El Rincón alcanza cierto progreso y llega a tener incluso un hotel. Pero sin otros motivos económicos que lo impulsaran, el poblado fue hasta la segunda década del siglo veinte solo un sitio donde paraba el tren, en el camino entre Santiago, Bejucal y San Antonio de los Baños. Es entonces que, en 1917, se produce el otro gran acontecimiento que lo afecta, pero en otro sentido muy distinto. Llegan los primeros enfermos de lepra al hospital de San Lázaro, a un costado del pueblo. Asustados por la presencia cercana de una enfermedad tan terrible, muchos vecinos del lugar emprenden un éxodo que, a su vez, es aprovechado por familiares de los enfermos para ocupar las viviendas y estar cerca de ellos.
La llegada de los leprosos a El Rincón tuvo una historia azarosa que comenzó a principios de siglo XVIII, cuando un grupo de enfermos de este mal fueron ubicados en la caleta de San Lázaro, cerca de la habanera calle del mismo nombre. Luego, Felipe V, en 1714 y Fernando VII, en 1748, ordenaron la construcción del hospital de San Lázaro (siempre Lázaro unido a la lepra) en Marina y Vapor (próximo a la caleta) ejecutada finalmente en 1791. En 1834 la congregación Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul asumió la dirección del hospital que también contaba con una capilla. Entre 1853 y 1854 el edificio fue notablemente ampliado.
Sin embargo, en los comienzos del siglo siguiente, ya en época republicana, el hospital de San Lázaro se convierte en un conflicto para los interesados en el desarrollo urbanístico de la capital. Ellos quieren alejar de esa zona estratégica a los infelices huéspedes. Pero, ni estos querían marcharse a otro sitio, ni tampoco los devotos al santo que asistían a la iglesia les gustaba la medida por las facilidades de su céntrica ubicación. Por supuesto que pudo más el capital y el 27 de enero de 1917 el enorme edificio sanitario fue consumido por las llamas para incinerar todo vestigio de lepra. ¿Pero, qué había sido de los enfermos?
Desde un mes antes, los leprosos fueron embarcados hacia la localidad de El Mariel, para alojarlos en unas barracas que habían servido para las llamadas cuarentenas. Mas, ante la total falta de condiciones de las mismas, emprendieron la retirada, dos meses después, en carretas, otra vez hacia La Habana, ahora a un destino más perdurable: el pueblo del Rincón, donde un hospital había comenzado a construirse. Ahí comenzó otra historia, a partir del 26 de febrero de 1917, en la que mucho tuvo que ver la voluntad y el estoicismo del padre Apolinar López y las hermanas de La Caridad encabezadas por la madre sor Juana Idoate, para hacer de la instalación un verdadero centro de salud. Y ahí también empieza otra forma de celebridad para El Rincón. Es la trama que llega hasta hoy: se abre la ruta de los pagadores de promesas a Lázaro en la parroquia adjunta al hospital.
Para conocer de primera mano la ruta de los peregrinos el 17 de diciembre no es apropiado tomar un auto hasta Santiago de las Vegas y luego un coche tirado por caballos que, evadiendo el trayecto principal, llegue hasta la iglesia. Eso le daría una visión muy superficial. Debe saberse que una buena parte de los fieles emprenden la marcha desde la noche del día 16 y continúan llegando durante las 24 horas siguientes. Entre las decenas de miles de fieles que se movilizan esos dos días, el mayor por ciento viaja en ómnibus (o en los llamados camellos) hasta Santiago de las Vegas y desde allí emprende una caminata de unos 4 kilómetros hasta el santuario. Hay una cantidad menor –pero no pequeña– que hace la ruta caminando desde puntos lejanos, muchos de ellos descalzos, como Javier. Otros eligen traslados cuyo grado de dificultad recuerda el vía crucis de Jesús con la cruz a cuestas. Uno de ellos es Felipe, quien salió de Regla arrastrando una piedra, cinco días antes; o Francisco, un anciano que avanza dando vueltas sobre su cuerpo. Ernesto viene en tren desde Güines y al llegar al apeadero del Rincón, se arrastra hasta la parroquia. Carlos es un joven que lleva 15 años transitando la ruta. A los siete comenzó venir con su abuela, pero tres años atrás, en el 2001, por un accidente, estuvo a punto de perder un pie. Un eminente cirujano lo operó, pero además él formuló una petición al santo. Su pie está tan bien que Carlos camina, por la línea del tren, desde Cojímar, en la costa norte habanera –una distancia enorme–, hasta El Rincón. Al llegar aquí hace el tramo final a rastras.
Elina es una profesora universitaria de 45 años que camina junto a su hija adolescente desde La Víbora. Otra profesora de la misma edad, María Isabel, viene desde Guanabacoa a cumplirle a Lázaro. Como es primeriza no sale del asombro. Dice que ha aprendido más hoy de su país que en diez pos grados de sociología.
Porque el 17 de diciembre no es solo peregrinaje. San Lázaro es el alma de la efemérides y los peregrinos la sustancia, pero el entorno es un universo variopinto de difícil descripción.
Cuando usted se baja de la guagua en Santiago de las Vegas y emprende la marcha hacia la parroquia junto a la tupida masa humana que cubre todo el ancho de la vía, puede observar ventas de todo tipo: comestibles, jugos, refrescos y bebidas alcohólicas; velas de varios colores; imágenes de San Lázaro, La Caridad del Cobre y Santa Bárbara, casi siempre en yeso y generalmente con la peor factura estética; relicarios; sombreros de guano; tabacos; cocos; y mil mercaderías más a todo lo largo del camino, ya sea en casetas, en mesas improvisadas o simplemente en las manos de los vendedores. Casi toda esta mercancía es ofrecida por las personas particulares, sin intervención del estado. Ya en el pueblo del Rincón es el mismo cuadro. Algunas casas ofrecen baños para necesidades urgentes. Solo vimos la presencia estatal en este vital servicio al final de la ruta.
El ambiente de este carnaval está matizado por música en diversos sitios de expendio de comidas y bebidas y no falta una nota de mal gusto circense ya muy cerca del hospital: la exhibición, al precio de dos pesos la entrada, de “curiosidades” zoológicas, anunciadas en un cartel y voceadas por altavoces: una jicotea de dos cabezas; una puerca de dos cuerpos con una sola cabeza; una ternera de dos cabezas y tres orejas; y un cocodrilo de dos cuerpos. “Este año será inolvidable”, dice el anunciador.
En la coronación de la ruta, el arribo a las puertas que separan unos cincuenta metros la entrada de la capilla, el espectáculo se intensifica. A ambos lados de la senda, una tropa carnavalesca contempla la procesión. Parte de los pagadores de promesas transitan este último tramo de rodillas; mientras los que vienen arrastrándose, o gateando, expresan en su semblante la fatiga por el esfuerzo, pero también el brillo en los ojos ante la cercanía de la meta. Una vez que suben los escalones y penetran al recinto es el clímax.
Para acceder al interior de la iglesia hay dos puertas. Si elige entrar por la derecha lo hará más fácilmente. Si quiere penetrar por la izquierda avanzará más despacio, pues la multitud es mayor. Justo en el costado izquierdo, próximo a la entrada, está la imagen de San Lázaro Milagroso, mientras que en el altar mayor está la imagen de San Lázaro Obispo, el hermano de Marta y María, según La Biblia, el que fue resucitado por Jesús al cuarto día y luego huyó a Francia porque iban a asesinarlo. En este país fue obispo y mártir. Pero, el otro, el milagroso, es el que atrae las legiones. Es el más popular, el viejo de las muletas y los perros, el Babalú Ayé sincretizado en el San Lázaro de la religión católica. Es conocido que los esclavos africanos trajeron a América sus dioses y aquí los enmascararon con los santos catolicos. Uno de ellos era Babalú Ayé, deidad de la viruela, la lepra, las enfermedades venéreas y, en general, de las afecciones de la piel. “A Lázaro suele representársele envuelto en vendas, como acostumbraba hacerse con los cadáveres de los judíos, y esto contribuyó a que su imagen se asociara a la del Babalú Ayé enfermo y harapiento”, concluye la investigadora Natalia Bolívar. Recordemos un pasaje de La Biblia: “Y el que había muerto salió, atadas las manos y los pies con vendas, y el rostro envuelto en un sudario”. (S. Juan, 11). Curiosamente hay otro Lázaro en La Biblia, un mendigo llagado a quien lamían los perros (S. Lucas, 16).
Sin embargo, la imagen que se ve aquí en el sitio de San Lázaro Milagoroso-Babalú Ayé no es la del Viejo con las muletas y los perros, sino la de un santo envuelto en una túnica escarlata. Cuentan que tres años atrás, la noche de la víspera del 17, un vándalo destrozó la escultura del Viejo y ahora, en su lugar, permanece esta otra; pero los fieles la adoran igual. Es casi imposible acercársele porque una compacta masa devota, con velas encendidas en sus manos, la mantiene cercada. Veinte metros hacia delante, en el altar mayor, junto a Jesús y la virgen María, está el otro Lázaro, quien mira la multitud desde arriba. Cerca de él, una de las hermanas de La Caridad invita a cantar, a rezar el padre nuestro, a tomarse de las manos; hace una llamada a la paz, a la unión de las familias. Muchos obedecen y cantan y rezan; se toman de las manos el blanco, el mulato y el negro, el devoto al Viejo Lázaro y el católico que adora a Santa Bárbara y el fiel a la Caridad del Cobre; todos mezclados. Esta es la Cuba verdadera.

Fotos:Internet

Fuentes consultadas:
Marat Simón Pérez-Rolo: Rincón, una pequeña historia. (Folleto), Boyeros, 2000.
Natalia Bolívar Aróstegui: Los orishas en Cuba. Ediciones Unión, 1990.
La Santa Biblia. Sociedades bíblicas unidas, 1960.

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