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Mensajero a pie y descalzo.

La pintoresca Ciudad Condal de Jaruco, fundada en 1770 por Don Gabriel Beltrán de Santa Cruz y Aranda, contó con personajes populares, como otros sitios del planeta. Entre  ellos el viejo Tata Lirio y su perro Hatuey, Cristina y Calimbao, Belico y su yegua; zigzag de huesos, pero con sangre, Salustiano y su carbón frágil, Armando El Bobo y Sixto Agencia; este el más infortunado entre todos.

Era un negro bonachón, que en los umbrales de la década del 40 del pasado siglo apareció en el pueblo sin saber nadie de donde vino, y se convirtió en mensajero a pie y descalzo, capaz de cargar a la cabeza, lo mismo un ataúd, que una jofaina y cuyo triste fin quedó en la mente de los moradores de este paraje, distantes unos 50 kilómetros de la capital cubana.

Dijo que se llama Sixto a secas, sin apellidos y la gente del pueblo comenzó a llamarlo Sixto Agencia y claro se quedó con el mote, por aquello de dedicarse a llevar encargos de un lugar a otro, desde que llegó a la zona hasta que dejó de existir.

Una vez le encomendaron trasladar un sarcófago para un fallecido a una zona rural algo distante y tras desandar un buen tramo con la pesada carga a cuestas decide descansar bajo la sombra de un ocuje y se queda profundamente dormido.

Pasados unos minutos dos guajiros montados a caballo pasaron por el lugar, y al ver la escena pensaron que el occiso se había salido de la caja mortuoria. El pánico se adueñó de ellos y clavaron las espuelas a las bestias, para en desenfrenada carrera alejarse de la zona y contar lo sucedido a otros sitieros.

En el Jaruco de la época existía la cafetería de Don Pedro de la Rosa, apodado “El Cojo”, quien por caridad acogió a Sixto en su negocio. Allí el se encargaba de recoger el menaje y limpiar el recinto a media noche, cuando se marchaban los últimos clientes. La angosta trastienda de la fonducho de Pedro, fue el primer y último dormitorio oficial del infeliz mandadero

La mirada de Sixto era triste y apenas cruzaba palabras con los clientes y vecinos. Solamente silbaba entre dientes las notas de un danzón, y movía la cabeza cuando alguien de buenos sentimientos le saludaba a su paso, mientras apretaba en el bolsillo de su raído pantalón un cartuchito repleto de azúcar prieta, que era su manjar preferido.

Cuentan que el último día de su azarosa existencia se levantó bien temprano para llevar una jofaina de lujo a la familia Sayas, en un paraje de la geografía habanera, llamado Bainoa. Fue, como siempre a pie, tarareando bajito una cadenciosa melodía por todo el camino y disfrutando de la hermosura del paisaje campestre.

Al filo del mediodía regresó a la Ciudad Condal, revuelta desde el amanecer por los comicios electorales municipales. Después de comerse un poco de tasajo con boniatos en casa de Severino El Tintorero, Sixto fue a llevar un mandado a una casa ubicada en los alrededores de la antigua Plaza de Armas, y al caminar hacia el centro de la ciudad una bala pérdida de un Colt Cobra 38 le atravesó el corazón.

Una cuadra más abajo del lugar donde cayera, estaba el Colegio Electoral, escenario de una disputa entre aspirantes a la alcaldía municipal, donde acalorados politiqueros al puesto, comenzaron a dispararse unos a otros y sucedió lo peor.

La paradoja es que por no tener familia, y para limpiarse con el muerto indocumentado, el gobierno local pago el velorio y el entierro del desdichado negrerazo buena gente y hasta coronas de flores y cánticos plañideros hubo en la funeraria de Olaechea.

Las campanas de la iglesia de San Juan Bautista doblaban al paso del cortejo que acompaño a Sixto Agencia a su última morada; mientras la gente común lloraba como si fuese un hijo, aunque hasta hoy nadie sabe ni quién era, ni de donde vino.

El secreto se lo trago la tierra del camposanto.