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El toreo es un espectáculo que consiste en lidiar uno o varios toros bravos a pie o a caballo en un recinto cerrado.

Las corridas de toros son un espectáculo deshonroso en tres actos, de unos veinte minutos de duración, que escenifica la falsa superioridad y la fascinación por la “sangrienta lucha” de quienes creen tener un derecho divino a disponer a su antojo de la vida de otros seres sensibles, llegando incluso a justificar y trivializar la muerte del toro como arte y diversión.

Un comportamiento patológico que nace de una incapacidad para afrontar el dolor de las víctimas y una morbosidad irrefrenable ante la posibilidad de ser testigo directo de alguna cornada, o de la muerte del matador; un riesgo fortuito, infrecuente (un torero por cada 40.000 toros sacrificados), y sobre todo evitable que, sin embargo, incrementa el carácter dantesco de la corrida. Una caridad cruel e insolidaria.

Una siniestra fiesta impuesta como fiesta nacional

La “gran fiesta” muestra el desprecio a la vida, acosando y “castigando” a un noble toro, manipulado y traicionado, con arpones y picas afiladas, hasta que muere, asfixiado o ahogado en su propia sangre con los pulmones destrozados por la espada del matador, o apuntillado con un puñal con el que intentan seccionarle la médula espinal.

La corrida concluye con la muerte del toro en un acto sangriento que pretende considerarse arte.

Los “valientes” toreros se enfrentan a un toro “preparado” al cual previamente le suministran todo tipo de fármacos y purgantes, que actúan como hipnotizantes y tranquilizantes, pudiendo producir falta de coordinación del aparato locomotor y defectos de la visión.

Tras tres días de tenerlo sin agua ni comida, encerrado y a oscuras en un cajón de madera, lo hacen sufrir la dolorosa indignidad del afeitado, una práctica que implica el corte de un trozo de pitón, dentro del mueco donde se le inmoviliza, sufriendo el llamado lumbago traumático, y destrozándose los músculos y tendones al luchar desesperadamente por librarse del yugo que sujeta su cabeza, saliendo desvencijado hacia los corrales de la plaza, a donde llega tullido y sin fuerzas para afrontar los desgarradores puyazos que le infringe el picador.

Ya en el ruedo y para garantizarle el “éxito” al matador, en cayapa, los picadores, le clavan el hierro de la puya en el morrillo, abriendo, a modo de palanca, un tremendo agujero con la cruceta, cortando y destrozando los tendones, ligamentos y músculos de la nuca para obligarle a bajar la cabeza y asì poderle matar más fácilmente.

La destrucción de cualquier vida, supuestamente en beneficio de los demás, es éticamente inaceptable; y las corridas de toros, son la última barbarie, estéticamente impresentable que, con más de mil representaciones escenifican la masacre de un pacífico animal herbívoro que acaba en el desolladero. Es la màs vil cobardía colectiva disfrazada de tradición.   

Gustavo Carrasquel | Director de Azul Ambientalistas

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