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Brindis de Salas, “El rey de las octavas”.

Es ya de noche en La Habana colonial, cuando cuatro amigos -negro uno de ellos- entran a un bar, después de un concierto, a refrescar. El dependiente, solícito, toma el pedido de los blancos y cuando el otro se dispone a ordenar, le da esta respuesta insolente:
-Yo no sirvo a negros, sino a caballeos

El aludido apenas puede reprimir la ira. Se incorpora de golpe, señala, altanero, la condecoración que luce en la solapa izquierda del frac y dice:-Pues yo soy Caballero de la Legión de Honor francesa y no hay en este salón quien pueda decir lo mismo.

Brindis de Salas murió en Argentina en la más absoluta pobreza.

La foto apareció el ocho de mayo de 1879, en la revista La Ilustración Española y Americana.

Es Claudio José Domingo Brindis de Salas y Garrido, “el rey de las octavas”, el violinista excepcional que tiene ya los oídos acostumbrados al aplauso, cosecha fama y dinero en Europa y América, y que a lo largo de su vida sumará a la condecoración de Francia las que le otorgaron los reyes de España e Italia, Austria y Portugal. El emperador de Alemania, sin ir más lejos, le concede los títulos de Caballero de Brindis y Barón de Salas. Habla seis o siete idiomas y se presenta en escena con un Stradivarius auténtico. Alterna con Bartolomé Mitre en  Argentina, y con el general Porfirio Díaz, en México, y es profesor de música de la familia del monarca alemán.

Pero este hombre que acumula honores y saborea el triunfo, que vive la existencia a plenitud y dispone de la gloria a su antojo, morirá en Buenos Aires en la mayor miseria y el más cruel olvido. Cuando ya agonizante lo desnudan en un hospital de la asistencia pública, le encuentran, bajo la ropa mugrienta, un corset de seda, vestigio de sus días de Don Juan, y en los bolsillos el pasaporte alemán y el recibo de la casa de empeños en la que por diez pesos dejó su Stradivarius que había costado 100 000. La era del virtuosismo quedaba atrás en la música; la tuberculosis minaba los pulmones del violinista y devastaba su cuerpo, y aquel “negro atorrante”, como alguien lo llamó, de “hermosa y simpática figura” y de quien llegó a decirse que parecía “un hombre rubio tallado en ébano”, no era más que un guiñapo.

El genio precoz

Alejo Carpentier, remiso a recargar su libro con las figuras de intérpretes y de concertistas, no puede eludir en su La música en Cuba el nombre de Brindis de Salas, “el más extraordinario de los músicos negros del siglo XIX […] un personaje singular que constituyó un caso sin precedentes en la historia musical del continente”.

Nació en La Habana –calle Águila, 168-  el 4 de agosto de 1852. Junto a su padre –un destacado director de orquesta- se inició en la música y prosiguió estudios con el belga José Van der Gucht, avecindado en la ciudad. Tenía ocho años de edad cuando dio a conocer su primera composición, y once cuando ofreció su primer concierto. En 1869 matriculó en el Conservatorio de París y a partir del año siguiente, y durante un lustro consecutivo, ganó el Premio de Honor que concedía  esa casa de estudios.

Egresado del Conservatorio comienza una vida artística intensa. Todas las puertas se le abren. Arrebata en Italia. Los alemanes se sienten tocados por su arte inimitable. El famoso Ignacio Paderewsky lo acompaña durante sus presentaciones en Polonia. Se hace aplaudir en Rusia y en Inglaterra, y también en toda América Central y Venezuela. Regresa a Cuba y se anota, en el teatro Payret, un éxito clamoroso.

La crítica lo halaga en todas partes y en todas partes el artista lleva al público a un clima de delirio. Brindis de Salas sorprende con sus grandes golpes de arco, sus facultades fenomenales, la fantasía brillante y un repertorio erizado de escollos que sabe siempre vencer. Bien pronto comienzan a llamarle “el Paganini negro”. Existe, dicen los especialistas, una similitud diabólica en el virtuosismo de ambos ejecutantes.

Es  lo que doy yo de propina

De La Habana se va a México, y de ahí, a Europa otra vez. Está en Barcelona cuando alguien lo invita a Buenos Aires. Le atrae, ciertamente, esa ciudad que todavía no conoce y en la que tampoco se sabe de su arte. Trata allí  de conseguir un contrato digno de su fama y solo logra, de momento, que un empresario le ofrezca la ridícula suma de cien pesos por concierto.

-¿Cien pesos? ¡Eso es lo que doy yo de propina! –responde Brindis.

Bien pronto consigue lo que se propone. Se hace escuchar en las residencias particulares de lo más selecto de la sociedad bonaerense, y aparece el contrato añorado de mil pesos por función. La burguesía argentina se lo disputa. Le obsequian un soberbio solitario de diamantes, y sus nuevos amigos adquieren para él un Stradivarius legítimo.

Allí tiene amores con una argentina apasionada; luego, en Berlín, se casa con una dama de la aristocracia alemana, y de esta unión nacen tres hijos. Pero la relación dura poco porque la mujer, dice Nicolás Guillén, no puede soportar a aquel artista “excéntrico y andariego” que a veces derrocha su arte en cafetines de barrio ante un público de marineros borrachos. Era, apunta Salvador Bueno, un hombre original y pintoresco, algo extravagante, demasiado afectado en su trato y en su porte. Hablaba casi siempre en francés y quizás algunas veces tuvo que dejar transparentar su condición de súbdito alemán para recordar que no debía sumisión a las autoridades españolas de su isla natal.

En 1895 está una vez más en Cuba. Volverá en 1900 y en 1901. La música avanza por nuevos derroteros y el arte de Brindis  va en descenso y su genio declina.  De aquí para allá, en América y en Europa, pasa diez años en la oscuridad y en el olvido hasta que, enfermo y pobre, decide retornar a la Argentina de sus grandes triunfos. ¿A qué? Nadie lo sabe con certeza, tal vez para reencontrarse con aquella mujer apasionada de antaño o para evocar mejor los días de esplendor que quedaron atrás para siempre. Ahora sus amigos están muertos y nadie lo acoge; vaga por las calles y nadie lo reconoce. En el hospital, se niega a identificarse. Cuando, por el pasaporte, se sabe su nombre, la noticia corre por toda la ciudad: se moría “el Paganini negro”, “el rey de las octavas”. Los médicos le atienden con esmero, pero el esfuerzo resulta inútil.

En la madrugada del 2 de junio de 1911, sin pronunciar  palabra ni dejar escuchar una queja, fallece Claudio José Domingo Brindis de Salas. La funeraria rehúsa cobrar el servicio de primera clase que presta al gran músico y sus restos, cubiertos con la bandera cubana y acompañados por el reducido número de compatriotas que radica en Buenos Aires, son conducidos al Cementerio del Oeste.

En 1917, el periódico La razón inicia una campaña para dar al artista una tumba acorde con su fama, y, como homenaje de la colonia cubana y la prensa bonaerense, se coloca una tarja de mármol ante el nicho que guarda sus despojos. Faltaba aún, sin embargo, el último periplo de este andariego que fue Brindis de Salas, pues en 1930 y con grandes honores, sus cenizas fueron trasladadas a La Habana.

Por: Ciro Bianchi Ross.

Tomado: Radio Cadena Habana.

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